No han pasado ni 48 horas desde que aterricé en el aeropuerto de Loiu-Bilbao, pero siento que he de escribir unas pequeñas líneas. Así que, adelante.
El viernes 29 de noviembre, el despertador sonó muy temprano, a las 5.15 horas de la mañana. Las maletas ya estaban prácticamente cerradas, y mi humilde habitación africana casi vacía. Se acercaba un momento que me preocupaba, pero con la misma mezcla de sentimientos que cuando hice el viaje de ida. Como cada mañana, mi madre y, a la vez, hermana Edith calienta a base de carbón algo de agua, con el cual puedo ducharme. Tras ducharme y vestirme, un café y un pan con un huevo me esperan en la mesa de la sala. Todo el mundo está despierto, todos han madrugado, para poder despedirme. Pasadas las 6.00 horas, llega la Partener con Sékou al volante, Giovanna, la responsable de las Hijas de la Cruz que me acompañaba hasta Abidjan, y Batango, el protesista que había trabajado unos días en el centro. Llegó el momento. Me piden una foto de despedida:
Tras cargar las maletas, abrazo a Edith y le agradezco absolutamente por todo. Para mí ha sido, y le pido disculpas por la comparación ya que ella es protestante-batista, como María: silenciosa, siempre dispuesta a la escucha, y servicial. Aguanto las lágrimas. Abrazo a Alphonse, chocando tres veces nuestras sienes, y también tengo palabras de agradecimiento para él. Las lágrimas siguen reprimidas. Doy un beso a Tiéwa, le digo que sea buena y que estudie mucho, consejos que también doy a Jean Marie. Y era el turno de mi pequeño Junior. Lo cojo en brazos, lo miro a los ojos y no puedo sacar la voz. Mis ojos rompen a llorar mientras le doy besos y abrazos. No puedo decir nada, en mi corazón solo retumban dos palabras "Gracias, os quiero". Pero esas bellas palabras no logran salir. Junior, que hasta ese momento no entendía nada, rompe a llorar y a gritar. En la calle, muchos vecinos, sobre todo niños ya en color caqui para ir al colegio, veían desde la retaguardia nuestra despedida. Emoción, mucha emoción. Con mi familia africana he reído, he sufrido, he disfrutado, he convivido. Hemos compartido nuestras vidas. Jamás, y digo bien JAMÁS, alcanzaré a expresar todo el agradecimiento que guardo en mi corazón. Y llorando, como si fuera un niño pequeño, salimos del Barrio Sinistré, cruzando las calles llenas de agujeros, arena y piedras. Al llegar al asfalto aún sigo llorando. Desgarro, eso es lo que sentía en mi interior. Una vez más, muerte y resurrección.
El viaje a Abidjan se desarrolla sin incidentes, con la carretera bastante mejor que en enero, debido al programa gubernamental de reparación de las arterias principales del país. Primero nos paramos en Katiola, donde Danièle y Marie, ambas Hijas de la Cruz en Boniéré, nos esperan para despedirme. Aprovecho para tomarme un café, el viaje es largo. Paramos al mediodía en Yamoussoukro, capital política de Costa de Marfil. Desde sus anchas calles veo la imponente basílica Notre Dame de la Paix. Eso es exactamente lo que deseo a este país: paz y prosperidad.
Y al atardecer, llegamos al corridor de Abidjan, donde me despido de Giovanna, Sékou y Batango. Allí me espera Ramón, el que fue mi párroco en Korhogo hasta dos meses antes.
Volver a verle me llena de ilusión. Nos dirijimos hacia la casa provincial de los SMA, su congregación (Sociedad de Misiones Africanas), donde saludo al responsable. Me enseñan la habitación donde dormiré, y al rato salimos. Primero había que reparar el neumático, que tenía alguna fuga. Después nos dirijimos a otro barrio, creo que a Youpougon. Allí compartimos un gran pescado, llamado Saint Pierre, con unas patatas fritas y una cerveza. Un momento idóneo para compartir e intercambiar impresiones, deseos y buenos sentimientos. No deja que pague nada, me invita. Él es el anfitrión. Y tras recorrer varias calles, con su caótica circulación, volvemos a casa a descansar.
A la mañana siguiente, Ramón tenía que oficiar un funeral en la que fue su parroquia durante varios años: Sainte Bernadette. Y tras la misa, me enseñaron la parte de atrás, donde hay locales, una escuela o guardería, un taller de costura... Todo ello construido gracias a Ramón. Me enseña, no sin orgullo y emoción, que el edificio se llamaba "Bâtiment Zaragoza". Querían poner su nombre, pero él dijo que no, que si querían podían poner el nombre de su ciudad. Subimos las escaleras (un año sin subir casi escaleras!) y en la entrada de la sala de costura, pone "salle Ramón Bernad". La gente se acerca en todo momento para saludarlo, hacerle preguntas, sobre todo si volverá a esa parroquia.
Tras la visita parroquial, vamos a donde la tía de otro cura SMA que ha venido con nosotros, que estaba enferma. Le damos bendiciones, charlamos un rato, y la mujer, al igual que su marido, quedan más que agradecidos. Ellos son musulmanes. Pero el amor y la fraternidad están aún más por encima de las adscripciones religiosas. Amor y fraternidad... sinónimos del mismo Dios. Después invito a Ramón e Ysmael a tomar algo. Me llevan a un centro comercial. Otro mundo... me siento casi en Occidente. No toda África es Korhogo. Se nota que estamos en la metrópoli: muchos coches, más desarrollo, bastantes blancos... Blancos, me llamaban la atención. Y tras el refresco, volvemos a casa para compartir en comunidad la sencilla comida.
A la tarde, tras cargar las maletas en el coche, me enseñan la zona Port-Boüet de Abidjan. Vemos el mar. El salitre que entra por mi nariz me vuelve a acercar un poco más a mi tierra natal. Cenamos en un maqui al aire libre cuando el sol africano se había escondido. ¿Cuándo volveré a ver el sol africano? Era la pregunta que me hacía. Y tras comer el pollo a la brasa, me llevan al aeropuerto, donde tras una sencilla despedida, me adentro por la ruta de controles, pasaportes y cartas de embarque.
El avión despega algo más tarde de lo previsto. Una vez dentro y cruzando el cielo, la azafata me ofrece una copita de champán. Como un muelle, respondo: "sí, por favor. Me lo merezco". Sinceramente, creo que me lo merecía. Y nada mejor que brindar con mi soledad una experiencia que me acompañará toda la vida. También fue un brindis por toda mi gente de Korhogo.
Después me esperaban 12 horas de espera en París, las cuales pasé paseando por las terminales, leyendo, tomándome un refresco... otro mundo. Parece mentira que este mundo esté compuesto por universos tan diferentes.
Y al llegar a Bilbao, me sentía contento y sereno, por pisar esta tierra que para mí también es sagrada: la tierra vasca. Las maletas tardaron en aparición, tanto que incluso pensé que una de las maletas se había quedado en París. Fue la última... y cuanto la cogí, me dirigí a la puerta de salida. Allí me recibía Izaskun, que me dio un abrazo y cogió las maletas... y la ama viene corriendo. Me abraza y rompe a llorar. Yo, no sé cómo, sonreía pero no lloraba. Me sentía lleno y feliz. Y mientras nos abrazábamos, oigo una música conocida: el Agurra, con trikitixa. Levanto la cabeza y veo un montón de personas a las que quiero... Las chicas me bailan el Agurra (el baile vasco de recibimiento y honor). La ama sigue llorando, emocionada. Un montón de personas me esperaban allí, con ganas de abrazarme, con un cartel "Ongi etorri Lander!". Estaba emocionado, pero desde la serenidad. Leire me comenta que hay algo en mis ojos, otra mirada, como de paz y tranquilidad... No lo sé. Solo sé que me emocioné sin llorar, que noté algo muy muy pesado pero bello. Se llama amistad y cariño. Tras abrazar a todos, me dan un cuadro con unos bertsos que Xabier Euzkitze ha escrito para mí. (Eskerrik asko Xabier!) Unas palabras cargadas de buenos sentimientos que hacen que la ama no pueda cantar, aunque yo sí, canté, orgulloso de ser lo que soy, desde mi pequeñez y sencillez. Y tras esto, nos dicen que podemos empezar a comer lo que había en una mesita de camping en mitad del aeropuerto: tortilla de patatas, jamón, chorizo, queso, bizcocho... todo riquísimo, aunque miedo me daba, no vaya a ser que cogiera todos los kilos que había dejado en el camino. En ese momento distendido, me dicen que alguien ha preguntado si recibían a alguien de ETA. Me hace gracia, aunque pienso "yo he podido llevar el buen nombre del Pueblo Vasco al fondo de África". Y también me comentan que el autobús nos espera. ¿Qué autobús?, pregunto. Han alquilado un autobús y han venido todos juntos. Impresionante!!
Y con este maravilloso recibimiento, he sentido el frío y el calor de mi tierra, de mi gente. Aunque siempre consciente de que una parte de mí ha quedado en Korhogo. Nada volverá a ser igual. Lo noto, y lo notan.
Muerte y resurrección, siempre de la mano.
Tantas y tantas cosas por las que alabar a Dios. Por eso no me sale otra frase que "Gloria a Dios en el cielo, y Paz a los hombres de buena voluntad".
Este blog no muere. Seguirá su camino. El camino que el Dios de la Vida me señale.
Abrazos y bendiciones.