Queridos lectores del blog. Hoy no soy yo quien relataré una experiencia única e irrepetible. Doy la palabra a mis amigas Marta y Cristina, misioneras madrileñas en Costa de Marfil, a quienes tuve el honor y el placer de invitarlas el puente de Todos los Santos a Korhogo -con la amabilidad de mi familia-. Fue un fin de semana intenso y lleno de emociones. Pero dejo que ellas os lo expliquen. Les quiero dar las gracias por el interés, el respeto, el acompañamiento y sus convicciones. Por lo tanto, Cristina y Marta, os cedo mi blog, para que desde vuestro toque humano y, por momentos irónico, relatéis cómo ha sido vuestra experiencia en el País Senufo. (LANDER-ZIÉ)
Hola a todos los fervientes lectores del blog de nuestro gran amigo Lander:
Cuando empezó nuestra aventura de África, por nuestras cabezas rondaban muchas preguntas. Algunas eran simples: ¿qué calzado será el más apropiado? Pero otras parecían muy grandes: ¿cómo podremos encajar en ese mundo tan distinto?, ¿qué nos deparará este viaje?
Al otro lado de nuestras dudas, Lander nos ayudaba en parte a resolver algunas de esas preocupaciones, calmando la incertidumbre, aunque no podíamos hacernos una idea de que al cruzar la frontera todo daría un vuelco.
Habituarnos nos costó un poco, pero esa es otra historia. El caso es que cuando llevábamos un mes aquí, decidimos hacer una escapada al norte. Aunque también es cierto que Lander insistió bastante. No lo hemos hablado seriamente, pero nuestra sospecha es que echaba de menos la esencia española…
Nuestro viaje resultó aparatoso, pero al llegar a Korhogo, Lander nos esperaba con un bólido veloz de última generación que rugía con la majestuosidad de un Rolls Royce. Al llegar a la segunda calle, el motor comenzó a toser y el coche nos abandonó. Este hecho, que parece no tener importancia, es el desencadenante de que hiciera falta para nuestro viaje un conductor con maña: Habib. Esta persona ha sido uno de los más maravillosos descubrimientos de este viaje.
La primera tarde tenemos el placer de conocer el centro psiquiátrico. En un contexto africano, donde mucha gente cree que los problemas de la mente están relacionados con procesos mágicos y demás maldiciones, conocer un lugar como este fue algo increíble. Todos nos imaginamos un edificio cerrado, con paredes blancas y un montón de habitaciones donde están los pacientes, pero esto es otra cosa.
Los enfermos están en el patio, moviéndose de un lado a otro, se acercan a saludarte, te miran y comparten momentos unos con otros. Los que están mejor, ayudan al resto en las cosas más básicas, como las comidas, e inconscientemente hacen que todo parezca más humano.
Te miran con esos ojos que parece que no dicen mucho pero que te conmueven por dentro. Un sordomudo se acercó a nosotras, cogió su pizarra y con gestos nos dijo algo así como que éramos muy guapas. Lo bonito del momento fue su mirada, sus ojos, esos ojos que tanto dicen, tanto muestran y tanto conmueven. Es cierto que no todo es precioso, que también había un chico tirado en el suelo que acababa de ser abandonado y con la medicación no se le podía mover…y te extraña, te mueve y te hace pensar porqué está ahí, porqué nadie hace nada más..Pero no hay ninguna respuesta, porque ellos viven así, son sus tiempos, su forma de trabajar y no es ni peor ni mejor, solo nos impacta porque vivimos de otra forma y para ellos es incluso un lujo poder estar en un centro psiquiátrico. Otra realidad…
El segundo día vamos a un pueblo donde tejen túnicas, maderas, hacen bisutería…todo con los productos de la tierra. Una cooperativa que realiza un trabajo estupendo.
Por la tarde nos llevan a un entierro musulmán en un pequeño pueblecito. Allí conocemos a los grandes del pueblo, personas “viejas”, porque aquí decir viejo a alguien es como decirle un halago, las cuales representan a las familias más importantes del pueblo.
Estos “grandes” dan su consentimiento para que se pueda enterrar el cuerpo en el lugar indicado. Cuando llegamos, les saludamos a todos, y tenemos la sensación de que estamos en medio de algo grande. Son hombres que hablan lenguas que desconocemos, viejos jefes de un poblado, los más sabios en los que confían la justicia y gran parte de las decisiones…Tras una conversación en árabe de los más viejos pellejos – y sabios resabios – con el cabeza de familia del fallecido, se procede al enterramiento.
Es un momento único, la gente hace fotos, va cantando siguiendo al féretro... Cuando llegan al lugar donde van a enterrar el cuerpo, las mujeres se quedan atrás, porque según su religión y tradición, son impuras y podrían contaminar el cuerpo. Para ellos el cuerpo no puede tocar la tierra así que hacen tropecientos malabarismos hasta conseguir enterrar el cuerpo en el hoyo profundo que deben haber cavado la noche anterior, o un montón de días antes porque es enorme. Es complicado ver cómo lo viven, cuando para nosotros es un momento muy triste, donde lloramos y donde con pocas palabras basta para expresar tus sentimientos. Pero para ellos el cantar, hablar unos con otros, comentar la situación, hacer fotos y demás...es la forma de mostrar respeto, guardar su luto.
Que estuvieran tres blancos en ese entierro, era todo un honor, algo más a lo que sacar fotos y algo de lo que poder hablar durante unos cuantos días. Si lo pensamos fríamente, los únicos blancos que ellos han visto en su vida, han sido los que salen en la tele y estar cerca de nosotros, aunque a veces nos resulte raro, es para ellos casi un privilegio.
Al terminar el entierro, Habib nos lleva a conocer a su familia. Un viejo sentado en una silla de madera, nos bendice en su lengua, compartiendo un momento con nosotros y orgulloso de que estemos allí. Nos regalan cacahuetes, un gesto sencillo, pero mientras los estamos cogiendo para guardarlos en una bolsa, siento que África nos está haciendo un regalo que no es tan solo aquello que guardamos. Esta tierra roja que ahora mancha nuestras manos nos abraza, sus gentes son nuestros hermanos, y formamos parte de ella. Quizá como invitadas, pero se nos acoge.
Después nos acercamos a una fuente de agua sagrada donde crece un árbol, un símbolo que une la tierra con el cielo. Este representa la familia, y aquí puedes pedir deseos, formular peticiones, rezar tus oraciones.
Cruzamos un campo de patatas, emocionados, sin acertar a comprender aún la trascendencia del momento. Poco más allá, Habib se para, y sin mediar palabra, se descalza y se arrodilla ante el árbol. El silencio se hace sepulcral, y en medio de aquel huerto, algo cambia en nosotros. Después todos le seguimos y nos quedamos con los pies sobre la tierra, nos arrodillamos cada uno con sus sentimientos, con sus pensamientos y con sus propias sensaciones.
La manera en que este hombre nos acercó a su forma de vivir, de esa forma tan sencilla que no esperábamos, nos dejó congelados. Algo pequeño, un lugar en medio del campo, un árbol como los demás, puede convertirse en un lugar sagrado. Y su pequeñez no lo hace menos sagrado que la Basílica de San Pietro. Una persona callada, desconocida y tan distinta a ti, puede ser tu hermano o tu maestro mostrándote la grandeza escondida en algo pequeño.
Después de tanta emoción, toca pasar un rato tranquilo en casa; cenar algo, charlar un poco con la familia de Alphonse, y descansar. Estos ratos en su casa son también pequeños regalos que atesoramos: Alphonse con su acogida, emocionado porque disfrutáramos de su tierra, Edith con su amabilidad y su aura de mamá de todos, los niños con sus juegos, sus risas, sus cariños…y Lander, que estaba muy contento de poder compartir todo con nosotras, y con el que sacábamos el toque humorístico a todo.
Al día siguiente vamos al mercado: una mezcla fuerte de azafrán, carne, pimienta, naranjas, manteca de karité; amarillos, azules, verdes, el negro del carbón…
Por la tarde vamos a un entierro tradicional en un poblado no muy lejano.
Aquí conocemos el Poro un poco por encima, esa asociación secreta de la que Lander ha hablado en alguna ocasión. Primero hacen el enterramiento, como el que habíamos visto el día anterior, y después comienza la juerga. Mujeres, hombres y niños comienzan a bailar en círculos mientras el eco de los tambores retumba, haciendo vibrar cada una de nuestras células. Nos unimos a ellos, al principio tímidamente, poco después sin vergüenza y con muchas ganas. Las mujeres bailan con colas de caballo en las manos, que sirven para ahuyentar los malos espíritus. Y pensamos, “a mí ya no me queda ni uno solo, porque me han restregado las colas de caballo por todos lados, y más de una me ha dado un viaje en toda la cara…”
Muy liberados de malos espíritus, nos sentamos en un Maqui y nos tomamos una cerveza. Los niños del poblado se nos han pegado como lapas, y no nos dejan tranquilos hasta que les lanzamos caramelos – como en la cabalgata, pero sin reyes, ni magos -. En este rato tranquilo, charlamos con Habib y Alphonse de religión, de las diferencias entre nuestros mundos, y de nuestras visiones...
Pero después la fiesta continúa: hay más baile en la casa del fallecido, hay más música, más festejo. Siempre guiados por Alphonse y Habib sobre lo que podemos y no podemos hacer – aunque todo es bastante intuitivo – nos mimetizamos (todo lo que nuestra palidez nos permite) con la gente. Cuando nos estamos yendo, nos piden que nos quedemos: va a comenzar el baile de la pantera. Esta ceremonia es alucinante, y solo pensar que todo esto se hacía prácticamente igual hace cientos de años, hace que todo sea emocionante, un poco irreal, como si hubiéramos retrocedido en el tiempo.
No vamos a pararnos mucho en este baile, que consiste en acrobacias. Las realizan jóvenes vestidos con trajes que fingen ser la piel de una pantera mientras la música suena. La gente les da dinero como señal de respeto.
Al terminar, se paran y nos escuchan. Decimos unas palabras que quizá sean muy sencillas, sin embargo, para ellos, el hecho de respetar su cultura de esa forma, el que tres blancos hayan bailado con sus gentes con esa naturalidad, les hace sentirse orgullosos de su propio valor, reconocidos por el mundo, creemos.
Al día siguiente volvemos a casa, cansadas pero contentas, con la mochila y el corazón más llenos que cuando nos fuimos.
Para nosotras Korhogo ha sido compartir, abrir la mente. Una experiencia de tolerancia, mezcla de culturas pueblos, diálogo. Pero lo que más nos ha removido es la manera en que África nos ha acogido: con los brazos abiertos, llena de detalles sencillos y grandes al mismo tiempo.
MARTA Y CRISTINA.